miércoles, 25 de agosto de 2010

La infalibilidad del Pueblo de Dios.

El Pueblo de Dios es infalible, pero ¿por qué, cómo y cuándo lo es? Para responder a la interrogante partiremos diciendo que:
La Iglesia querida por Jesucristo tiene dos mil años de vida. Desde sus inicios ha gozado de la asistencia del Espíritu de verdad prometido por el Maestro (Cf. Jn16, 12-15). Nació de su costado abierto en la Cruz (Cf. Jn 19,34). Fue difundida desde Jerusalén hasta los confines del mundo (Cf. Hch 1,8; 2, 17.18 ) de mano de los Apóstoles y del Espíritu que precede toda misión universal no enclaustrada, sino abierta a todas las gentes (Hch 10,44), porque Cristo es luz para el mundo. El hijo de Dios, se encarnó, se hizo presente entre nosotros, puso su tienda en nuestra historia (Cf. Jn 1,14 Lc 1-3), para que la verdad, la fidelidad y el amor de Dios sea plenamente conocido por la humanidad. Eligió un grupo de personas para que estuvieran con él (Mc 3, 13-19) y dieran razón de lo que han visto y oído (Cf. 1Jn 1,2-3 ) con la finalidad de suscitar la fe de otros en que Jesús de Nazaret es el camino, la verdad y la vida (Cf. Jn 14,6b). Los Apóstoles experimentaron en su corazón, vida y muerte que Jesús es Señor. No dudaron en afirmarlo y transmitirlo. Formaron comunidades de vida creyente y las organizaron para mantener fielmente todo lo recibido de Cristo (1Ts 2,13). Los miembros de las comunidades que fueron fundadas por los que conocieron profundamente a Jesús asumieron funciones y ministerios para proteger el dato dejado por ellos. El conocimiento del Kerigma, la consciencia de fe, y el bautismo fueron los pasos decisivos para entrar en la vida cristiana.
Los bautizados por los Apóstoles y por los sucesores de los mismos ingresaron en la vida de la Iglesia, se comprometieron con ella y dieron incluso su vida por defenderla y por profesar su fe (Cf. Rm 10,10). Fueron perseguidos, capturados, y ejecutados durante los tres primeros siglos. Soportaron fielmente todo por Evangelio. Veneraron a la Virgen María y a los mártires. Celebraron su fe plenamente convencidos en la liturgia (Cf. 1Cor 11). Dedicaron su tiempo al servicio. Compartieron sus bienes entre los más pobres. Optaron siempre por la verdad, libertad e igualdad (Cf. Gal4,5-6; 5,13-26). No cabe duda, vivieron conforme a verdad recibida y la guardaron fidelidad.
La Iglesia de los primeros siglos y la de hoy ha sido y sigue siendo fiel al mandato recibido de Jesús (Cf. Ef 4,15 y LG II 9), porque ella es sacramente visible y primigenio del único sacramento del Padre. Como cuerpo íntimamente unido a Jesús como cabeza, es portadora de verdad, debido a que todo lo debe a su fundador. La fidelidad que tiene es la que le ha permitido ser infalible pero no indefectible, porque es humana tiene errores, mas no en materia de fe y costumbres. La infalibilidad está en su seno porque se debe a Jesucristo y al Espíritu de Verdad (Cf.Jn14,26) que está haciendo su obra en ella. Sus miembros desde el momento de su bautismo son sacerdotes, profetas y reyes como lo es nuestro Señor.
La santidad de la Iglesia se debe a que tiene la unción del Santo (1Jn 2,20.27), por eso, la totalidad de los fieles conforman el Pueblo Santo de Dios que difícilmente se puede equivocar cuando expresa, vive, manifiesta, comunica y defiende su fe. Todos los fieles no pueden tener error en su fe. Esa verdad les permite estar en comunión con los obispos y los cristianos en general. Los Obispos y el Papa forman el magisterio de la Iglesia, pero el Pueblo de Dios también tiene la potestad magisterial porque se debe a Jesucristo y al Espíritu Santo que está presente en la vida de toda la Iglesia desde el principio hasta hoy, claro ejemplo de la infalibilidad del Pueblo de Dios es la creencia en la asunción de María en cuerpo y alma que fue reconocido oficialmente por el Papa (magisterio) en el año 1950 con la constitución Munificentissimus Deus. La fe del pueblo no yerra. Tiene la capacidad para discernir con criterio fino todo lo que considera que es querido por Dios y los epíscopos con el Santo Padre, sucesor de Pedro, legislan para que la fe del rebaño no sea tocada por la herejía o por el desvío doctrinal.
La fe ortodoxa expresada por el Pueblo en función del dato revelado y del depósito de la fe tiene que ser analizada cuidadosamente por los teólogos y el magisterio de la Iglesia para que se mantenga la fidelidad al mensaje del Reino que nos ha venido a traer Jesucristo. Esa fe se aplica cada día en la vida de la Iglesia (LG II 12) y de cada fiel. Nada esta fuera de la comprensión y reflexión que cada bautizado tiene acerca del dato revelado encargado de transmitir de generación en generación. Hasta el siglo XVIII se entendía la fe magisterial del Pueblo como un dato de segundo plano, ahora es fundamental al igual que la de los obispos y del Papa, porque el Espíritu Santo sopla donde quiere y la infalibilidad del magisterio se debe a la infalibilidad de la Iglesia cuerpo místico de Cristo, pero a la vez, la fe del pueblo no es autónoma, sino que, para mantenerse en la verdad tiene que estar guiada por el magisterio. De ahí que se afirme que la fe del pueblo y el magisterio tienen que ser fieles a la Tradición en mutua comunión, porque los dos son componentes esenciales de la Iglesia querida por Jesucristo.
Saber que el Pueblo de Dios es infalible al igual que el magisterio nos hace pensar que la eclesiología es no una estratificación piramidal, sino una articulación conexa de comunión. Es a partir de la eclesiología de comunión desde la que podemos hablar de que el magisterio está al servicio de la palabra, de la unidad, y de la verdad, porque en su interior no alberga elites sino hombres y mujeres bautizadas con una experiencia de fe que tiene su razón de ser en el sacramento recibido y el ministerio ejercido al servicio del Reino y del cuerpo Místico de Cristo.
Los bautizados al ser sacerdotes, profetas y reyes reciben del Espíritu Santo la sabiduría para proteger, comprender, difundir y enseñar su fe. Eso quiere decir que en ningún momento los cristianos comunes del pueblo de Dios son agentes pasivos de la evangelización, conocimiento y misión, sino que son tan activos como los Obispos y el Papa que tienen la autoridad por la sucesión apostólica de legislar para que la fe sea custodiada, profundizada, enseñada y testimoniada de modo adecuado. Los fieles viven su fe, pero para su vivencia tienen en cuenta lo que dicta el magisterio, no interpretan las escrituras a su modo, sino que se fían de sus pastores para que estos les instruyan y les den luces para leer y escudriñar el misterio del dato revelado en la Sagrada Escritura y en la Tradición.
La fe del pueblo de Dios es infalible, al igual que el la función del magisterio, porque en su esencia esta fluyendo el torrente de sabiduría del Espíritu de Jesús que no se enclaustra en institucionalismos o paradigmas de pensamiento religioso, sino que se abre a todo lo habido y por haber, lo creado y lo existente en nuestro espacio y tiempo actual. La verdad que el pueblo de Dios transmite es apostólica, porque de generación en generación se ha transmitido la buena nueva de Jesucristo, sacerdote, profeta y rey culmen de la revelación. El pueblo no es testigo ocular de la verdad, pero es testigo de fe, de la verdad que han recibido y que ahora la transmiten. Hoy es imposible pensar que la fe del pueblo no valga, o esté relegada a segundo plano, no se puede, porque, como hemos ido viendo, Dios quiere que todos participemos del conocimiento de la verdad que Jesús nos ha venido a traer al mundo y a la humanidad cuando se hizo hombre entre nosotros los humanos. Negar que el pueblo de Dios es infalible en su fe, es negar que la Iglesia es infalible. La Iglesia es infalible. Y es en función de esa infalibilidad eclesial en la que se ejerce la infalibilidad del Papa y de los obispos reunidos en concilio y en cuanto se refiere a normatividad de moral y costumbres, más no en otros campos, porque su esencia también es humana y no sólo divina.

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