miércoles, 25 de agosto de 2010

Espiritualidad del Sacerdote Diocesano

Introducción

La Iglesia en sus ambientes alberga una enorme cantidad de espiritualidades de vida laica y de vida consagrada. La espiritualidad del sacerdote diocesano está enmarcada dentro de consagración de su vida al servicio de la Iglesia y la comunidad mediante votos específicos que pretenden dar forma a la opción que hace libremente como cristiano comprometido con Dios, Mundo e historia. Los consejos evangélicos son los puntos neurálgicos de la vocación sacerdotal y forman un punto a trabajar y vivir como don y tarea por parte del sacerdote.

El ministerio del sacerdote diocesano tiene un principio evangélico y trinitario en que se funda, un entorno eclesial en el que ejerce, una opción personal, un llamado que se recepciona en la libertad y unos retos particulares incrustados en el seno de la cultura, la historia y la sociedad. Por estos motivos fundantes, en este trabajo abordaré en el primer capítulo el principio evangélico y trinitario de la espiritualidad en base a la transparentación del Emmanuel, por parte del sacerdote en su vida práctica; la opción por el reino y los consejos evangélicos y la opción por Jesús y su ministerio. En el segundo capitulo desarrollo la eclesialidad del ministerio sacerdotal en función de la vida de servicio, comunión y vida que el sacerdote transmite y vive. En el tercer capítulo me centro en la vivencia en si de la espiritualidad del sacerdote diocesano. Y en el cuarto capítulo hago algunas observaciones sobre los retos a los que la espiritualidad del sacerdote diocesano tiene que hacer frente que oscilan desde retos socio-antropológicos, hasta personales, comunitarios y eclesiales.

I. Principio evangélico y trinitario de la espiritualidad del sacerdote diocesano.

1. El sacerdote Diocesano transparentando al Emmanuel.

Jesús el hijo de Dios puso su tienda entre nosotros (Cf. Jn 1,13), se encarnó, se abajo (Cf. Ef 2, 10) porque tuvo que colocar al Dios altísimo en nuestra propia historia, haciéndose pobre, adoptando nuestra temporalidad y limitaciones, pero menos el pecado. Ese Dios es el que camina entre nosotros, se contamina de nuestra contingencia y con esa actitud revela su amor infinito que viene a restablecer el universo y la humanidad rota por el mal y el pecado (Cf. Ef 4,10).

El Emmanuel (Cf. Mt 1,22-23), es la presencia divina en la historia de la humanidad, y viene a traer cambios notorios en las estructuras de la sociedad para que el pobre, el huérfano, la viuda y el excluido sean reconocidos e insertados en la vida normal y activa del pueblo. Jesús, el enviado del Padre (Cf. Jn 3,16) es consciente al inicio de su ministerio que el es el Emmanuel y que el Espíritu de Dios está sobre él (Cf. Lc 4,18) para dar cumplimiento a lo que había predicho el profeta. Desde ese momento su ministerio tratará de transparentar la imagen viva de Dios con nosotros.

El Sacerdote Diocesano, en función de su ministerio recibido por medio del Espíritu Santo de Jesucristo y puesto al servicio de la Iglesia sacramento del Hijo, es el hombre que nos acerca constantemente a la realidad infinita y nos transparenta como discípulo, “amigo,… servidor,… ministro,… y buen pastor”[1] el amor de Dios a la humanidad mediante su opción de vida. Sus acciones hablan del Emmanuel en el momento en que opta por los pobres, excluidos, indefensos, enfermos, ancianos, niños y leprosos de la sociedad. Es un pastor, como el pastor de Israel (Cf. Sal 23). Es refugio y fortaleza (Cf. Sal 46) para el abatido como lo es Dios (Cf. Sal 22). Escucha atentamente el clamor del pueblo que se le ha encargado. Se compromete en las luchas, como lo hace Dios Shebaot con Israel. No calla en el momento del silencio, hace eco de su voz cuando los sin voz son oprimidos y mutilados por el pecado y las estructuras del mal. Es portador de buena noticia y de cambio (Cf. Is 7).

2. La opción por el Reino y la vivencia de los consejos evangélicos.

Dios Padre crea todo lo que existe en el universo (Gén 1ss.) no quiere que la humanidad perezca, y envía a su Hijo Único para que con su ministerio volvamos a él, porque él nos amo primero (Cf. 1Jn 4,10). El amor de Dios, nos permite proclamar por medio del Espíritu que él nos ha dado de todo lo que hemos visto y oído (Cf. 1Jn 4,14). Jesús el enviado de Dios vino a mostrarnos el amor Dios (Cf. 1Jn 4,8), y a instaurar el Reino en el que el único rey es Dios en el que “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva” (Cf. Mt 11,4-5). La instauración del Reino de paz, verdad y libertad implica conversión (Cf. Mc 1,15; Mt 3,2) de los “corazones de piedra en corazones de carne” (Cf. Ez 36,26-32) abiertos al mensaje de la buena nueva que es Jesús (Cf. Mc 1,1).

La opción por el Reino implica una renuncia total a las riquezas que nos atan para no ser verdaderos discípulos de Jesús (Cf. Mc 12,41-44). El seguimiento es itinerario de cruz. Es la negación de uno mismo (Cf. Mc 8,34). Es la entrega radical al servicio (Cf. Mc 10,44) en pobreza, castidad y obediencia que son mandatos evangélicos. Los mandatos han de entenderse como un “acto de humildad y de capacidad para llevar la cruz a imitación de Cristo”[2]. El sacerdote no puede creer que por guardar estos mandatos es superior a los demás cristianos, al contrario, esta forma de vida radical deber formar en su persona un espíritu lleno de caridad y abierto al dialogo, con el mundo y la humanidad desde una óptica amorosa.

El sacerdote ha de ser el que coopere activamente en la instauración del Reino en la tierra continuando la obra de Jesús en y con la Iglesia. Los consejos evangélicos que vive tienen que hacerlo caer en la cuenta de que: “el celibato, la obediencia y la pobreza cristalizan una forma especifica de seguimiento… que sólo el hombre de Dios y discípulo de Cristo puede ejercer su misión ministerial con credibilidad y provecho”[3] para que el mundo viendo y oyendo de lo que se vive pueda creer y convertirse a la buena nueva anunciada él como seguidor de Jesús.

3. La opción por Jesús y su ministerio.

Jesús hace presente las realidades divinas en las humanas. Abre los cielos para que podamos acceder a la contemplación absoluta de Dios. Habla con la verdad. Su palabra tiene autoridad e incide en los corazones para que estos cambien de un habitáculo tenebroso a la luz (Cf. Jn 3,1ss.) y puedan proclamar como la samaritana, después del encuentro profundo con él, que él es el Señor (Cf. Jn 4,11) capaz de dar la vista que por años había estado cubierta de cataratas obstaculizando la visión (Cf. Jn 9). Así es como el Maestro ejerce su ministerio (Cf. Mc 10,45) y su ser sacerdote, profeta y rey. No tiene otro servicio más que el de entregarse por completo a la liberación del ser humano en todas sus dimensiones. No se reserva nada para sí, se da por completo e invita a seguir su ejemplo y a “amarnos los unos a los otros como él nos ha amado” (Cf. Jn 13,34), para que el mundo viendo como nos amamos diga que somos discípulos suyos (Cf. Jn 13,35) y que tenemos a él como camino, verdad y vida (Cf. Jn 14,6).

La opción por Jesús y su ministerio es ser: sal de la tierra y luz del mundo (Cf. Mt 5,13-16) como lo fue y lo es él (Cf. Jn 8,12) levantado en lo alto, para que todo el que lo vea crea y tenga vida eterna (Cf. Jn 3,14-15). El sacerdote si ha optado por Cristo, no puede titubear, porque: “el que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de él”, tiene que ser capaz de expresar en su vida todo lo que va recibiendo de Dios por obra y gracia del Santo. Su virtud principal deberá ser la caridad pastoral, y si llegare a faltarle este don, no podrá ejercer con transparencia el magno ministerio al que ha sido llamado y elegido de entre los hombres para santificar al pueblo como lo hace Jesucristo[4].
La caridad pastoral [5]es “el vínculo de la perfección sacerdotal”[6] que existe entre la praxis con el ejercicio del ministerio de Cristo entendido desde el “amoris officium”[7] que abraza “com-pasi-vamente” (cf. Heb. 4, 15) toda la realidad mundana y a toda su comunidad desde la autodonación amorosa como lo hace el mismo Dios. Esta peculiaridad traducirá en su vida de pastor el estilo del Pastor Eterno y hará de él testigo del único Pastor (Cf. Jn 10, 1-21) que da la vida por su rebaño de modo voluntario (Cf. Jn 10, 17-18).

II. Principio eclesial de la espiritualidad del sacerdote diocesano.

1. El sacerdote diocesano es en su Iglesia y es para la Iglesia.

El sacerdote, como discípulo de Cristo, es el que se configura paulatinamente con él y el que refleja en sus obras y acciones el paradigma del Dios con nosotros. Su vida es una fuente de la que emana la compasión, el amor y la misericordia en su comunidad de vida y eclesial. Su nacimiento a la vida ministerial se debe a la respuesta que ha hecho a la llamada de Jesús y al envío de su Santa Madre Iglesia, doméstica, local y universal. Es un hombre que ha salido del seno de una familia, de una comunidad eclesial de base y de una iglesia particular celebradora de los misterios de cristo en su existencia. “En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual del presbítero su pertenencia a la Iglesia particular "[8], local, y universal, porque esa realidad constituye, por su propia naturaleza,… para vivir su espiritualidad cristiana”[9].

La pertenencia particular y universal a la Iglesia del sacerdote diocesano es un hito que permite ver con claridad que es ministro en función de la comunidad a la que preside, redime y santifica. Su sacerdocio se debe a la Iglesia y a Cristo. Por eso, para que la vida de un sacerdote sea Imago de Cristo Buen Pastor debe tener como base una comunidad de vida, oración y comunión que lo respalde. Es vital que goce de una aceptación en el clero particular y vea en el Obispo un padre, hermano y pastor con el que contar. La comunidad de vida es la que fortalece la vocación recibida como don y tarea. Sin una comunidad que respalde sus aciertos y desaciertos la vida espiritual del sacerdote tambalea. Es bonito ver como uno se siente sacado y enviado a una Iglesia sedienta de la verdad salvífica.

El sacerdote diocesano es un colaborador del Obispo[10] para que el evangelio llegue a todas las gentes y cuando su servicio sea requerido tiene que aceptar tal requerimiento con toda la buena voluntad del mundo porque a eso ha sido llamado. En relación sacerdote-obispo y en la dimensión eclesial del ministerio se pone en juego la fidelidad a Cristo. El ministro tiene que ser es fiel a su Iglesia y al serlo así es fiel Cristo y debe estar siempre dispuesto a asumir el encargo que la Iglesia pone en sus manos por medio de su Obispo. Esta gran verdad quiere decir, que el presbítero es sacerdote para su Iglesia y en su Iglesia local y universal dispuesto a ejercer su ministerio en cualquier lugar del mundo.

2. El sacerdote diocesano agente de vida en la comunidad.

El Espíritu de Jesús da dinamismo y vida a la comunidad apostólica que se había estancado en el momento de la crucifixión, les reúne en oración con la madre y los hermanos de Jesús (Cf. Hch 1,14). De la misma manera, el sacerdote diocesano debe ser agente de vida en la comunidad, para que esa Iglesia que lo engendró en la fe, lo vea crecer, comunicar su experiencia de Dios y entregar por completo su vida al servicio de ella y de Dios. Esa praxis que ejerce es por su misma naturaleza y justificación existencial[11] y no solamente una opción espiritual.

La vida de la comunidad se ve fortalecida cuando el Presbítero toma consciencia de su ser, de su identidad y de su fidelidad a Cristo, intentando sobre todo guardar con fidelidad y creatividad la misión recibida[12]: “Tened cuidado de vosotros y de toda su grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes… para pastorear la Iglesia de Dios” (Hch 20,28). Desde esa dimensión, su ministerio será fructífero, si tiene en cuenta la conducción de todos a la santidad que Dios quiere para todos (Cf. Ef 4,13). El servicio visto desde la búsqueda de la santidad será dinámico y será capaz de adaptarse a los distintos tiempos y acontecimientos que se susciten en el crecimiento de la fe en la comunidad.

El sacerdote diocesano como ministro al servicio de la Iglesia y de Cristo, tiene que estar convencido plenamente que Jesús puso la alegría y la vida en las Bodas de Caná (Cf. Jn 2,1-12), de la misma manera él tiene que poner el mejor vino que es su vida entera al servicio de la fiesta celebrada en el amor por la comunidad. Su vida no puede ser agria, ni inmadura, tiene que estar en su punto, para que el sabor sea recibido con gusto por todos los que están a su alrededor. El vino que puso el Maestro en la boda, fue saboreado por todos y aprobado como el mejor (Cf. Jn 2,9-10). El vino de la vida del ministro tiene que ser el mejor de todos los vinos presentes, para ser vínculo de unidad, alegría, esperanza, paz y buen gusto. El reto, de todo sacerdote, en ese caso, tiene que estar puesto en la praxis pastoral para que sea dignamente un testigo de la alegría y un signo de vida para la comunidad, frente al odio, desamor, pobreza, injusticia y abuso de poder que ejercen los dominadores del mundo. Es en modo total la autodonación en cuerpo y alma al servicio de Dios y de su Iglesia, no como un funcionario, sino como un servidor al igual que Cristo[13].

El sacerdote cuando llega al punto de darse por completo a su ministerio es signo de vida, porque Cristo ejerció su ministerio hasta el extremo, la muerte, para que nosotros tengamos vida y vida en abundancia. Si decimos que el servicio ministerial es ejercido con vehemencia y con fidelidad al servicio de Cristo, no se puede separar en ningún momento la vida personal con la vida comunitaria. Un sacerdote es en su comunidad el ente de comunión al igual que lo es un obispo en su diócesis. El es como la vid en el que tiene vida el sarmiento (Cf. Jn 15,5-6). Sin la vid, el sarmiento no podrá ser, lo mismo sin la comunidad la vida del sacerdote diocesano no podrá dar vida y sin la vida de paz, amor y verdad que transmite el testigo de Cristo en la vida de la comunidad, ésta no podrá ser conducida a la santidad que Dios quiere para su pueblo (Cf. Jn 17,19).

3. El sacerdote diocesano ministro de la palabra y los sacramentos de la vida cristiana e inculturador de la fe en la pluralidad de culturas.

a. Ministro de la Palabra. El sacerdote diocesano en fidelidad al mandato recibido del mismo Cristo para que la buena noticia sea conocida en todo el mundo con la fuerza del Espíritu Santo (Cf. Mat 28,19-20) tiene que proclamar la palabra “con toda integridad, con atrevida libertad, con inmensa paciencia y con apasionada exigencia”[14] para que resuene y su eco transforme su corazón y el de todos los oyentes. La predicación de la Palabra implica un encuentro y escucha[15] constante de ella para que no caiga en el moralismo y en el juridicismo aniquilador de todo el espíritu evangélico de la Buena Noticia.

b. Ministro de los sacramentos. El sacerdote es el por ministerio recibido el agente que “en la celebración de los santos misterios, el Espíritu Santo y la Iglesia cooperan para manifestar a Cristo y su obra de salvación. El Espíritu envuelve e invade a la Iglesia orante: le inspira la fe cristiana, puesto que, como dice San Pablo: [nadie puede decir Jesús es el Señor si no es movido por el Espíritu (1Cor 12,3)]; lo asiste en la súplica que dirige fielmente al Padre que está en el cielo: [Dios a mandado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abba, Padre!(Gal 4,6; Rm 8,15)]…San Ireneo observa que [donde esta la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia]…El Espíritu del Señor está presente en el espíritu del Sacerdote para que pueda actuar en la persona misma de Cristo y en nombre de la Iglesia, como también está presente en el espíritu de los fieles, concediéndoles ejercer el sacerdocio real recibido en el Bautismo. El Espíritu invita interiormente a fieles y ministros para que acojan la Palabra de Dios, crean y se conviertan con docilidad a su guía. El poder del Espíritu consagra el pan de la vida y el cáliz de salvación, uniendo la ofrenda de los fieles al sacrificio pascual del Redentor del mundo. Gracias al Espíritu Santo, toda Eucaristía es nueva, única y fructífera”[16] en la que toda la vida sacramental alcanzan su culmen porque de ella han brotado.

c. Inculturador de la fe en la pluralidad de culturas. La riqueza del Evangelio no es su elitismo cultural, sino que trasciende todas las culturas, no se identifica con una especial, es universal, valido para todo el mundo, ayer, hoy y siempre; pero depende de la Iglesia el hacerlo audible en todo ambiente cultural, sin negar la iniciativa del espíritu antes que la evangelización, eso quiere decir, que los ministros deben hacer lo que la tercera persona de la Trinidad habla para los tiempos de hoy. La inculturación del Evangelio es crucial para hacer que su mensaje cale en lo más profundo de la humanidad e invite a celebrar la fe de un modo completo y convencido[17]. El sacerdote diocesano en comunión con el Obispo, laicos y la Iglesia universal debe ser el promotor de la inculturación, para que el ser cristiano sea plenamente vivido, no de un modo desencarnado de la realidad, sino encarnado en la historia y la cultura que tiene que ser vista como el lugar de manifestación del Espíritu Santo que sopla donde quiere, incluso antes de que el Evangelio sea conocido.

4. El sacerdote diocesano ministro y servidor de Jesucristo, la Iglesia y de sus hermanos.

Jesús el sumo sacerdote según el rito de Melquisedec (Cf. Hb 5,6) entregó su vida para que la humanidad entera sea reconstruida y pudiera elevar su corazón al Santo de los Santos porque en su ser aun habitaba la chispa divina. Se hizo semejante a nosotros, convirtiéndose en puente capaz de unir lo humano y lo divino en su persona divina sin ser solamente dios o solamente hombre, sino siendo consustancial al Padre y a la humanidad menos en el pecado (Cf. Hb 4,15). De la misma manera “el presbítero es un hermano entre los hermanos, pero al mismo tiempo es un hermano ante los hermanos (representando a Cristo) y un hermano para los hermanos (imitando a Jesús siervo que da la vida por los suyos)…Hay que compaginar: la ‘representatio Christi’ y la ‘representatio Ecclesiae’; la autoridad y el servicio; ser sacramento y tener unas funciones en la comunidad; el ‘todos y algunos’ de la estructura de la Iglesia; igualdad y diversificación por los carismas; la potestad y el servicio…Desde la integración de estos elementos aparece la verdadera posición del presbítero en la comunidad”[18] como ministro, servidor de Jesucristo, de la Iglesia y de sus hermanos.

El servicio que realiza es en la Iglesia, no fuera de ella, es para sus hermanos y es función de lo que ha recibido de Cristo por la Iglesia sacramento de los sacramentos de la salvación. Su vida estará íntimamente ligada a su comunidad, a sus hermanos y a la Iglesia y a Jesucristo. Su ministerio será como “el de Juan el Bautista… se limitará a dar testimonio de luz, porque él no es la luz (Cf. Jn 1,8)… él no es el novio, es amigo del novio (Cf. Jn 3,29)… es el dedo índice del Bautista, largamente extendido, apuntando al cordero de Dios… es signo… e instrumento de la acción salvífica. Esta instrumentalidad del ministro es la razón más profunda del carácter servicial. Siendo Dios quien actúa mediante los ministros eclesiales, éstos han de tener siempre presente que están junto a Dios y a su servicio”[19], como también lo tienen que estar para la Iglesia y su comunidad a la que deben su diaconía.

El sacerdote diocesano con su ministerio se sitúa como diácono del Pueblo de Dios y de Cristo y como dispensador de los misterios de la gracia para el mundo. Su función es preponderante para conducir a sus hermanos y dejarse conducir por medio del Espíritu al regazo del Padre que lo acogerá “como a un niño pequeño” (Cf. Sal 131) que se siente solo y desprotegido en un mundo hostil a la verdad y al amor. En ese don y tarea no puede vacilar para no opacar la luminosidad de Dios en su vida. Lo que cuenta es la “entrega generosa, que irradia la gratuidad del Dios vivo, el cual “no nos ama porque seamos buenos y bellos, sino que nos hace bellos y buenos porque nos ama” (San Bernardo). Un amor semejante impulsa a la evangelización de todo el hombre y de todos los hombres…”[20] para buscar la unidad trinitaria (Cf. Jn 17,21) en el servicio.


III. Principio vivencial de la espiritualidad del sacerdote diocesano.

1. El sacerdote diocesano y su peculiar espiritualidad.

Lo que vamos viendo hasta este epígrafe nos demuestra la peculiaridad del sacerdocio diocesano y el dinamismo bien marcado que éste tiene para ser lo que es, porque su único modelo y referente es Jesucristo sacerdote, profeta y rey, no vive bajo otra regla, sino solamente la del evangelio mismo y no está obligado a realizar una vida monacal o comunitaria, porque sencillamente no es monje, ni religioso. Su ministerio ha de entenderlo desde la dimensión kenótica de Cristo para que se pueda insertar de verdad en la comunidad que su obispo y la Iglesia lo encarga como hombre tomado de entre los hombres para ofrecer en favor del los hombres, dones y sacrificios a Dios (Cf. Hb 5,1).

La vida pastoral, sacramental, celebrativa y espiritual del sacerdote diocesano no está desligada la una de la otra, todas están íntimamente ligadas entre sí para que su vida no carezca de ninguna de las dimensiones que el ministerio como tal demanda. En su vida diaria tiene que descubrir que su carisma es vital para la vida de la Iglesia, la comunidad y la instauración del Reino que esta en el ya pero todavía no. La vida intelectual, comunitaria y espiritual que cultive no lo debe hacer perder su identidad como tal, no debe llevar vida de monje o de religioso, tampoco puede ser un mosaico de todo un poco, en el que todo es permitido para que tenga forma, no, porque de sí, ya tiene, una identidad que brota de la caridad pastoral (Cf. Mt 20,28) y en el pastoreo de una rebaño particular movido según el corazón de Cristo (Jer 3,15; cf. Ez 36,26).

El sacerdote diocesano se entrega al servicio desde la gratuidad, porque “se ha dejado penetrar por la gracia de Jesucristo…, para llevar a la humanidad, tesoros de bondad”[21] transformadores del mundo. Su permanencia en una comunidad particular es desde sí una apuesta por el evangelio, auque no diga ninguna palabra, ni predique a voz en grito el mensaje de cristo, sí pone su vida como testimonio, está hablará por sí sola para que los demás crean que Dios habita en él. Ahora, para que esa tranparentación de Cristo en su vida sea captable, él debe vivir, sentir y gustar todo lo que su comunidad va viviendo, porque se debe a una comunidad eclesial y no solamente a la Iglesia universal, porque es a la comunidad particular a la que sirve y al hacerlo de esa manera, a su vez, sirve a la Iglesia universal.


2. El sacerdote diocesano voz de los sin voz: del pobre, del huérfano y la viuda.

Dios escucha el clamor de su pueblo y lo libera de la esclavitud a la que había estado sometido en Egipto, para esa liberación elige a Moisés y Arón se hace sentir como el Dios liberador (Cf. Ex 3,7- 4,17). Con los profetas denuncia las injusticias, la pobreza humana y espiritual (Cf. Am 2,6-16). Jesús, su hijo viene a liberar a los pobres, es voz de los sin voz (Cf. Mt 9,32-34), consuelo del huérfano y de la viuda (Cf. Lc 11-17). De la misma manera los sacerdotes tienen que ser los hombres que tienen que levantar su voz de protesta como los profetas y como cristo mismo a favor de la dignidad humana, porque la predicación del evangelio tiene de sí en su esencia el compromiso con el “auténtico desarrollo integral del hombre, como individuo y como sociedad, hasta llegar a denunciar, cuando es necesario los males y las injusticias sociales que lo aquejan”[22] en este mundo muchas veces deshumanizado y homicida del la verdad, el amor, la justicia y el perdón.

El sacerdote diocesano, para que pueda levantar su voz contra las estructuras del mal que oprimen a los seres humanos de su pueblo, debe tener un “un creciente y apasionado amor por el hombre”[23] y en su corazón, necesariamente habrá de “esperar contra toda esperanza” (Rom. 4, 18), no puede frustrarse y decir: “esto ya no tiene solución”, sino que tendrá que ser fuerte y contemplativo en la acción con el fin de escuchar con un oído la palabra y con otro en el clamor de su pueblo agonizando de hambre y pobreza humillante, y a la vez tendrá que darse cuenta que los rostros sufrientes de Cristo[24] están esperando una voz, de un nacido de entre ellos, para que les conduzca a la liberación total de sus personas.

La iglesia necesita profetas que den testimonio de Cristo en todas partes (Hch 2, 17.18; 11,28; 21,4.11), y su voz será escuchada, porque sus gestos, palabras, símbolos y acciones serán vistas como elementos para que Dios hable a la comunidad creyente. Pero, “el don de profecía está basado en la experiencia personal. El profeta habla de Dios y de su gracia salvífica, no al modo de un estudioso teólogo que posee un conocimiento abstracto de él a base de esfuerzo personal, sino más bien como un individuo que ha conseguido una experiencia personal de Dios. La profecía es un don de experiencia. El profeta es un humano, que con una especie de intuición, lee los signos de los tiempos e interpreta los hechos de la historia contemporánea desde el ventajoso punto de vista de su experiencia personal de Dios”[25]. Con ese talente profético el sacerdote será luz para comunidad que precide y podrá trabajar a tiempo completo para que ésta vaya conociendo paulatinamente a Dios desde lo más sublime de la vida cotidiana.

3. El sacerdote diocesano un maestro de oración.

La oración es el elemento esencial para la vida de fe. Jesús mismo ora continuamente, tiene una estrecha relación con su Padre en los momentos de luz y momentos difíciles. En virtud de la vida orante del Maestro, el sacerdote diocesano, debe orientar toda su vida en base al cultivo constante de la oración para discernir con criterios lucidos lo que la Iglesia y Jesucristo quiere de su ministerio. La oración implica disponibilidad de espíritu tiempo para orar. Por nada del mundo debe suplir la oración con el trabajo pastoral. La oración y el trabajo tienen que estar íntimamente ligados. En ese sentido, “la oración constituye un criterio vital para que el sacerdote se comprenda a sí mismo. Porque en la oración es donde más intensamente se pregunta al sacerdote de qué modo quiere él entenderse a sí mismo: como gestor espiritual o [como hombre de Dios], como funcionario o cómo aquel que realiza su trabajo desde su unión con Cristo. Sin la oración, la labor pastoral se hace superficial con el tiempo y-en el mejor de los casos- se degenera convirtiéndose en la actividad propia de un funcionario. Porque el que no ora no es capaz ya de conocer lo esencial, hace caso omiso del llamamiento de Dios, su palabra y acción no brotan ya del escuchar la palabra de Dios. Un obispo dijo en una ocasión: No me hace falta más que escuchar durante dos o tres minutos la predicación de un sacerdote para darme cuenta de si hace oración. ¿No se dará cuenta de ello también la comunidad?”[26]

El sacerdote ha de ser maestro de oración, no sólo hombre, sino aquel que se caracterice por reflejar en su labor pastoral el corazón de Cristo que ha pasado previamente por el crisol de la meditación, contemplación y la oración puesta en las manos del Espíritu. Con ese talante espiritual la dinámica y el fervor que el ministro le pondrá a su labor sacerdotal de presbítero, serán fructíferos en su quehacer misionero, predicación de la palabra, celebración de la vida cristiana y de su ser profeta en el mundo concreto en el que le toca vivir.

En la oración el sacerdote juega su vocación a la santidad personal y comunitaria y total sumisión a la vida según el Espíritu (Rm 8,4.9). Jesucristo vivió y actuó siempre movido por el Espíritu (Lc 4,1.14). Él fue el consagrado y enviado por el Espíritu para evangelizar a los pobres (Lc 4,18). Se puso al servicio de la humanidad, el mundo y la historia por la intima relación con su Padre. Desde esa perspectiva el presbítero llamado a la santidad de vida, tiene que participar “en la fe y la oración de la comunidad,… a imitación de Cristo, el cual "está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7,25). Con la oración, antes que con la palabra o con la acción, el sacerdote debe comunicar lo divino a los hombres, y hablar a Dios en su nombre. Del corazón del sacerdote habrá de subir, hacia el Padre, la adoración, la alabanza, la acción de gracias y la petición en nombre de los fieles y también de los no cristianos”[27] porque toda su persona está volcada a la opción por la humanidad y en ella por Dios.

IV. Retos para la vivencia de la espiritualidad del sacerdote diocesano.

1. Retos socio-culturales, económicos y políticos.

Los cambios sociales y culturales han revolucionado la vida de lo seres humanos. En el siglo XXI se está asistiendo a una crisis de sentido, al igual que en el Siglo XVIII con la Ilustración y el Siglo XIX con la crisis de las ciencias europeas. La crisis social, cultural, económica y politica ha tocado todos los substratos de la vida ordinaria del ser humano común y corriente. El hedonismo, la cultura laigth, el antropocentrismo egocentrista, el relativismo, la cultura consumista, la polarización de la vida laboral, la desestructuración de las instituciones fundamentales de la sociedad y la ceguera espiritual de los seres humanos[28] ha puesto en jacke la capacidad para la trascendencia y autotracendencia innata en la criatura predilecta de la creación, porque todas las expectativas están puestas en la moda, la ciencia y la tecnología, más no, en el cultivo armónico de la vida espiritual y material.

El mundo al que asistimos es extremadamente hostil[29] en todos los aspectos. La vida humana no vale prácticamente nada. No se valora a la persona por lo que es, sino por lo que tiene. El mundo contemporáneo se fija en la eficiencia, la productividad, la vanguardia y el éxito a toda costa. No hay un cultivo de la verdad, el honor, la humildad, la mansedumbre y la pobreza. Los valores tradicionales están banalizados. Todo está politizado en base a intereses. Se abusa de la democracia para perpetuar el dominio y el poder de la élite sobre la masa pobre e inculta. Ese es el panorama de vida de esta época y es a ese entorno al que el sacerdote tiene que enfrentarse, porque ha nacido en un hábitat ya predeterminado y para que salga de ahí si no tiene un coraje concienzudo no lo podrá hacer, pero sabiéndose llamado de entre los hombres y para los hombres tiene que salir para luego ayudar a sus hermanos que lo necesitan de modo apremiante.

El sacerdote del siglo XXI tiene ese panorama para enfrentarlo y para santificarlo con su entrega de vida, huir de él será catalogado como cobardía, insertarse en él y dejarse absorber por el sistema será imprudencia; pero salir para ver el panorama desde una óptica externa le dará mayor lucidez en la inserción que realice después de un proceso de autocomprensión y de comprensión de la realidad que le toca liberar como ministro de Dios y de la Iglesia peregrina en este mundo camino a la santidad. La madurez personal, la escucha de la palabra, la lectura de los signos de los tiempos y la caridad pastoral serán sus mejores armas para enfrentar las estructuras del mundo actual aniquiladoras de la ética, la moral, la religión y la dignidad.

2. Retos antropológicos e ideológicos.

Nuestro siglo es un espacio y tiempo en el que la pluralidad de cosmovisiones antropológicas e ideológicas es para todos los gustos y colores variada. El que tiene una concepción práctica de la vida se mueve desde el pragmatismo. El que concibe a la sociedad como un elemento de súper estructuras opresoras y alienadoras de la humanidad tiene una mentalidad marxista. El que ve la salvación humana desde el mercado, el consumo y el capital, es un neoliberal. El que concibe al ser humano como una masa de carne y hueso es monista. El que ve la estructura física, psicológica, mental, material y espiritual por separado se coloca en el plano dualista y menosprecia una de esas dimensiones suprime la unitariedad del ser humano. Otros se colocan en el plano personalista, corporalista, ficista, etc.

El ser humano inserto en la sociedad y afectado por ella de modo directo o indirecto se identifica con prototipos y es por eso, que "a cada generación le gusta reconocerse y encontrar su identidad en una gran figura mitológica o legendaria que reinterpreta en función de los problemas del momento: Edipo como emblema universal, Prometeo, Fausto o Sísifo como espejos de la condición moderna. Hoy Narciso es, a los ojos de un importante número de investigadores, en especial americanos, el símbolo de nuestro tiempo: "El narcisismo se ha convertido en uno de lo temas centrales de la cultura americana"[30]. Como vemos los prototipos identifican nuestra cosmovisión antropológica e ideológica que prima en nuestro medio.

En ese ambiente es en el que el sacerdote diocesano tiene que desenvolverse como hombre de fe, cultura, arte, oración, contemplación, y acción en pro de la vida, libertad, amor y verdad. La fascinación ególatra de nuestra cosmovisión antropológica enclaustra el ser humano en reduccionismos y limita su capacidad relacional, psíquica, mental, intelectual, volitiva, afectiva, e incluso material, porque le permite autoafirmarse y realizarse como imago dei en el momento en que se trasciende y toca el vértice la vida misma.

3. Retos personales, comunitarios y eclesiales.

El sacerdote diocesano es deudor de su personalidad e identidad de una familia, comunidad, Iglesia y sociedad. No se puede separar de esas realidades porque su vida gira en el nivel personal y social por su propia naturaleza. Todo lo que hace, piensa, vive, celebra y representa está anclado en su propio convencimiento y en su función de padre, maestro, hermano y pastor que por asistencia del espíritu realiza. La crudeza del mundo moderno tienen que introducirle en un proceso permanente de cambio radical, para que en los momentos de “crisis sepa discernir todo desde el Espíritu del Señor… y no ponga en su relación con Dios, consigo mismo y con los demás… odio y amargura,… que el exotismo religioso… cuestionador del celibato”[31] incide en su vida particular con el propósito de hacerlo renunciar a la vida que lleva como hombre de pobreza, castidad y obediencia.

La falta de maduración personal, de compromiso, de verdad en el ministerio es un problema que aqueja gravemente a los hombres que optaron por el sacerdocio, a lo mejor porque las condiciones de vida que llevan no son la más adecuadas, debido a que no tienen una comunidad de vida para apoyarse en sus momentos de crisis, o en todo caso, se llevan mal con su obispo y hermanos sacerdotes. Las relaciones que tienen con su obispo, comunidad e Iglesia no solamente pueden estar opacadas por el carácter personal, sino por el ideológico dentro del ambiente eclesiástico que no les deja pensar, celebrar y sentir su ministerio desde una opción personal, ministerial, y eclesial. ¿Qué quiero decir con esto? Simplemente que una concepción eclesial del ministerio de carácter piramidal o comunional da un tipo de sacerdote y un tipo de vida sacerdotal. No se puede permitir el retroceso en el ministerio sacerdotal, sino el avance, para que cada día los sacerdotes vayan siendo más concientes que son del pueblo, para el pueblo y en la Iglesia y con la Iglesia inculturada y viva de su época, espacio y tiempo en el que les toca vivir.

Una Iglesia enclaustrada, sumida en la cerrazón del tradicionalismo difícilmente puede ser un ente de crecimiento y maduración de la vida sacerdotal del ministro, porque no le permitirá hacer uso de su creatividad y espontaneidad para la celebración y vivencia cotidiana de su ser sacerdote. No le permitirá ser voz de los sin voz, oídos de los sin oídos, ojos de los sin ojos, manos de los sin manos, pies de los sin pies, alma de los sin alma, vida de los sin vida. No podrá ejercer su servicio e inserción en la vida de la comunidad. Verá su ministerio como un funcionariato y no como un servicio.

Conclusiones.

La espiritualidad del sacerdote diocesano tiene su principio y fundamento en la Trinidad y en la economía de la salvación, porque es agente vivo y cooperante para que el Reino se haga presente en el mundo e historia de hoy. Hace presente al Dios con Nosotros. La opción por Cristo, la Iglesia, la Humanidad, el Mundo y la Historia es un eje trasversal en la vida de un sacerdote, no podrá existir un verdadero sacerdocio si no hay un compromiso pleno consigo mismo, con el entorno y contorno del mundo de vida.

La opción por el Reino, la vivencia de los consejos evangélicos, la práctica de la caridad pastoral, la opción presencial por los pobres, la representación de Jesús en la tierra y la actuación a favor del pueblo como representante de la comunidad lo hacen ser un hombre que libremente ha elegido una vida que trata de mantenerla en una dialéctica divina y humana para cooperar en el proceso de redención de la humanidad y de la creación con Jesucristo en el que se ha recapitulado todo lo que existe.

Los retos que la espiritualidad del sacerdote diocesano tiene en el mundo de hoy son cada vez más fuertes, pero no imposibles de superar, porque cuentan con una fuerza especial que es la del Espíritu Santo paráclito, consolador y conductor a la verdad por medio de la Iglesia y la comunidad de creyentes. La fuente de superación de los dificultades está puesta en la vida de oración, formación intelectual, vida comunitaria, obediencia sacerdotal, pobreza y celibato por el Reino, unas buenas relaciones con la comunidad y la familia, una formación adecuada en los deberes cívicos y un logro permanente en la unidad, armonía y celo en la vida del pastor a ejemplo de Jesucristo buen pastor.

El modelo y referente de todo sacerdote tiene que ser Jesucristo buen pastor, quien no busca sus propios beneficios, sino los de sus ovejas y es manantial de mansedumbre, paciencia y humildad que es sostenida por la intima relación con su Padre y por el apasionamiento por la humanidad. Desde esa perspectiva el sacerdote tiene que ser luz y sal de la tierra, esperanza y alegría para los dolorosos momentos del alumbramiento de Cristo luz del mundo (Cf. GS 1) en la comunidad creyente.
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[1] GUIA PASTORAL PARA LOS SACERDOTES DIOCESANOS DE LAS IGLESIAS QUE DEPENDEN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS. “El sacerdote espiritualidad y misión”, Paulinas-Salesiana, Madrid, 1989, pág., 55-56.
[2] Ibid., pág., 56.
[3] GRESHAKE, Gisbert. “Ser Sacerdote”, Verdad e Imagen, Sígueme, Salamanca, 1996, pág., 165-166.
[4] “Los miembros de estas comunidades, viviendo conforme a la vocación a que han sido llamados, ejerciten las funciones que Dios les ha confiado, sacerdotal, profética y real, y hagan así de su comunidad un signo de la presencia de Dios en el mundo” (Documentos finales de Medellín. Medellín: Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Septiembre de 1968. Edición digital de José Luis Gómez-Martínez; para la presente edición digital se ha seguido la presentación de la edición en libro de Ediciones Paulinas, 15, 3, 11.)
[5] “La nota característica de la espiritualidad sacerdotal es la caridad pastoral, que se manifiesta en algunas dimensiones básicas: es sagrada… es comunión con la Iglesia… y es misión”. (GUIA PASTORAL PARA LOS SACERDOTES DIOCESANOS DE LAS IGLESIAS QUE DEPENDEN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS. O.C., pág., 54-55)
[6] DOCUMENTOS DEL VATICANO II. “Constituciones. Decretos. Declaraciones”, Cuadragésima Primera Edición, BAC, Madrid, “Presbyterorum Ordinis, 14”.
[7] Ibid., 14; JUAN PABLO II. “Exhortación apostólica: Pastores Dabo Vovis”, Roma, 1992, 23.
[8] JUAN PABLO II. O.C., 31b.
[9] Ibid. 31c.
[10] DOCUMENTOS DEL VATICANO II. “Constituciones. Decretos. Declaraciones”, Cuadragésima Primera Edición, BAC, Madrid, O. C. 10.
[11] RAHNER, Karl. “Sacerdotes ¿para qué?”, en Opinión y Certeza 2, Paulinas, Madrid, 1969, pág., 41.
[12] BRAVO, Antonio. “La revisión de vida del Pastor” Nº 37- 40.
[13] “El servicio de Cristo en es llamado en el nuevo testamento, mas exactamente, diakonía, un término cuyo significado básico es servicio a la mesa… donde uno se mancha,… como el esclavo… en este servicio consistió el de Cristo… por eso el ministerio eclesial no puede representar ningún otro servicio”. (GRESHAKE, Gisbert. O.C., pág., 167.)
[14] LEGIDO, María. “Conformar la vida con el misterio de la cruz del Señor” en AA.VV. “Espiritualidad del presbítero diocesano secular”, Simposio, 1998, pág., 142.
[15] “El sacerdote tiene que ser el primer creyente de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su ministerio no son suyas, sino de Aquél que lo ha enviado. Él no es dueño de esta Palabra: es su servidor” (JUAN PABLO II. O.C. 26.)
[16] MAGGIONI, Carlos. La Eucaristía, Paulinas, Madrid, 2006, pág., 51-52.
[17] GUIA PASTORAL PARA LOS SACERDOTES DIOCESANOS DE LAS IGLESIAS QUE DEPENDEN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS. O. C., pág., 36-37.
[18] GAMARRA MAYOR, S. “Líneas de convergencia en la espiritualidad del presbítero diocesano secular” en AA.VV.: Espiritualidad del presbítero diocesano secular”, EDICE, Madrid, 1987, pág., 683-684; CEC. Sacerdotes para evangelizar. Reflexiones sobre la vida apostólica de los presbíteros, EDICE, Madrid, 1987, pág., 86-87.
[19] GRESHAKE, Gisbert. O.C., pág., 169.
[20] VAN THUAN, Francisco N. “Ser sacerdotes en el nuevo milenio” pág., 6.
[21] LAPLACE, José. “El Sacerdote, Hacia una nueva manera de existir”, Herder, Barcelona, 1970, pág., 303.
[22] GUIA PASTORAL PARA LOS SACERDOTES DIOCESANOS DE LAS IGLESIAS QUE DEPENDEN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS. O. C., pág., 30.
[23] JUAN PABLO II. O.C. 72
[24] Puebla, lo describe de una manera muy cruda como se ve ahora los rostros de niños, jóvenes, indígenas, campesinos, obreros, subempleados, marginados y ancianos sufrientes en los números 31-39. (TERCERA CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO. “Puebla”, Paulinas- EPICONSA, Décimo Tercera Edición, Lima, 2005, págs., 57-58.)
[25] BERMEJO, Luis M., “El Espíritu de Vida”, Mensajero, Bilbao, 1990, pág., 364.
[26] GRESHAKE, Gisbert. O.C., pág., 182.
[27] GUIA PASTORAL PARA LOS SACERDOTES DIOCESANOS DE LAS IGLESIAS QUE DEPENDEN DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS. O.C., pág., 60.
[28] Una de las novelas más hermosas que refleja el vivir de los hombres y mujeres del siglo XXI es el ensayo sobre la ceguera de José Saramago en la que todo el mundo pierde los ojos. El “ensayo sobre la ceguera es la ficción de un autor que nos alerta sobre “la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron”. José Saramago traza en este libro una imagen aterradora- y conmovedora- de los tiempos sombríos que estamos viviendo, al a vera de un nuevo milenio. En un mundo _de ciegos_ ¿cabrá alguna esperanza? El lector conocerá una experiencia imaginativa única. En punto donde se cruzan literatura y sabiduría, José Saramago nos obliga a para, cerrar los ojos y ver. Recuperar la lucidez es rescatar el afecto son dos propuestas fundamentales de una novela que es, también, una reflexión la ética del amor y la solidaridad. “Hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos” declara uno de los personajes. Dicho con otras palabras: tal vez el deseo más profundo del ser humano sea el poder darse a si mismo, un día, el nombre que le falta”. (cf. SARAMAGO, José., “Ensayo sobre la Ceguera”, Santillana, Madrid, 1998, pág., 2)
[29] “La sociedad actual y su estructura social con grandes bolsas de pobreza y desempleo favorece contextos sociales donde es más propicio un ambiente de agresividad, delincuencia y actitudes antisociales. También es verdad que la propia estructura social y sus principios competitivos en firme contraste con una precaria oferta de empleo y desarrollo personal del joven propicia actitudes violentas. Sabemos que la violencia no afecta a todos por igual: son los niños, las mujeres y los marginados aquellos que más sufren sus secuelas. En su indefensión pueden ser objeto de rechazo, pobreza y agresiones de toda índole. Y no digamos de los medios de comunicación masiva… la violencia televisiva es una opción del propio medio… eso crea insensibilidad…la familia… es sin duda la génesis de la violencia… porque en ella se genera amores y desamores que se reflejarán en la integración social de los ciudadanos…” (FERNÁNDEZ, Isabel., “Prevención de la violencia y resolución de conflictos: el clima escolar como factor de calidad”, Narcea, Segunda Edición, Madrid, 1998, pág. 32.33.35)

[30] LIPOVETSKY, Gilles., “La era del vacío, Ensayos sobre el individualismo contemporáneo”, Anagrama, Barcelona, 1996, pág., 49.
[31] GRESHAKE, Gibert. O.C., pág., 230-238.

La infalibilidad del Pueblo de Dios.

El Pueblo de Dios es infalible, pero ¿por qué, cómo y cuándo lo es? Para responder a la interrogante partiremos diciendo que:
La Iglesia querida por Jesucristo tiene dos mil años de vida. Desde sus inicios ha gozado de la asistencia del Espíritu de verdad prometido por el Maestro (Cf. Jn16, 12-15). Nació de su costado abierto en la Cruz (Cf. Jn 19,34). Fue difundida desde Jerusalén hasta los confines del mundo (Cf. Hch 1,8; 2, 17.18 ) de mano de los Apóstoles y del Espíritu que precede toda misión universal no enclaustrada, sino abierta a todas las gentes (Hch 10,44), porque Cristo es luz para el mundo. El hijo de Dios, se encarnó, se hizo presente entre nosotros, puso su tienda en nuestra historia (Cf. Jn 1,14 Lc 1-3), para que la verdad, la fidelidad y el amor de Dios sea plenamente conocido por la humanidad. Eligió un grupo de personas para que estuvieran con él (Mc 3, 13-19) y dieran razón de lo que han visto y oído (Cf. 1Jn 1,2-3 ) con la finalidad de suscitar la fe de otros en que Jesús de Nazaret es el camino, la verdad y la vida (Cf. Jn 14,6b). Los Apóstoles experimentaron en su corazón, vida y muerte que Jesús es Señor. No dudaron en afirmarlo y transmitirlo. Formaron comunidades de vida creyente y las organizaron para mantener fielmente todo lo recibido de Cristo (1Ts 2,13). Los miembros de las comunidades que fueron fundadas por los que conocieron profundamente a Jesús asumieron funciones y ministerios para proteger el dato dejado por ellos. El conocimiento del Kerigma, la consciencia de fe, y el bautismo fueron los pasos decisivos para entrar en la vida cristiana.
Los bautizados por los Apóstoles y por los sucesores de los mismos ingresaron en la vida de la Iglesia, se comprometieron con ella y dieron incluso su vida por defenderla y por profesar su fe (Cf. Rm 10,10). Fueron perseguidos, capturados, y ejecutados durante los tres primeros siglos. Soportaron fielmente todo por Evangelio. Veneraron a la Virgen María y a los mártires. Celebraron su fe plenamente convencidos en la liturgia (Cf. 1Cor 11). Dedicaron su tiempo al servicio. Compartieron sus bienes entre los más pobres. Optaron siempre por la verdad, libertad e igualdad (Cf. Gal4,5-6; 5,13-26). No cabe duda, vivieron conforme a verdad recibida y la guardaron fidelidad.
La Iglesia de los primeros siglos y la de hoy ha sido y sigue siendo fiel al mandato recibido de Jesús (Cf. Ef 4,15 y LG II 9), porque ella es sacramente visible y primigenio del único sacramento del Padre. Como cuerpo íntimamente unido a Jesús como cabeza, es portadora de verdad, debido a que todo lo debe a su fundador. La fidelidad que tiene es la que le ha permitido ser infalible pero no indefectible, porque es humana tiene errores, mas no en materia de fe y costumbres. La infalibilidad está en su seno porque se debe a Jesucristo y al Espíritu de Verdad (Cf.Jn14,26) que está haciendo su obra en ella. Sus miembros desde el momento de su bautismo son sacerdotes, profetas y reyes como lo es nuestro Señor.
La santidad de la Iglesia se debe a que tiene la unción del Santo (1Jn 2,20.27), por eso, la totalidad de los fieles conforman el Pueblo Santo de Dios que difícilmente se puede equivocar cuando expresa, vive, manifiesta, comunica y defiende su fe. Todos los fieles no pueden tener error en su fe. Esa verdad les permite estar en comunión con los obispos y los cristianos en general. Los Obispos y el Papa forman el magisterio de la Iglesia, pero el Pueblo de Dios también tiene la potestad magisterial porque se debe a Jesucristo y al Espíritu Santo que está presente en la vida de toda la Iglesia desde el principio hasta hoy, claro ejemplo de la infalibilidad del Pueblo de Dios es la creencia en la asunción de María en cuerpo y alma que fue reconocido oficialmente por el Papa (magisterio) en el año 1950 con la constitución Munificentissimus Deus. La fe del pueblo no yerra. Tiene la capacidad para discernir con criterio fino todo lo que considera que es querido por Dios y los epíscopos con el Santo Padre, sucesor de Pedro, legislan para que la fe del rebaño no sea tocada por la herejía o por el desvío doctrinal.
La fe ortodoxa expresada por el Pueblo en función del dato revelado y del depósito de la fe tiene que ser analizada cuidadosamente por los teólogos y el magisterio de la Iglesia para que se mantenga la fidelidad al mensaje del Reino que nos ha venido a traer Jesucristo. Esa fe se aplica cada día en la vida de la Iglesia (LG II 12) y de cada fiel. Nada esta fuera de la comprensión y reflexión que cada bautizado tiene acerca del dato revelado encargado de transmitir de generación en generación. Hasta el siglo XVIII se entendía la fe magisterial del Pueblo como un dato de segundo plano, ahora es fundamental al igual que la de los obispos y del Papa, porque el Espíritu Santo sopla donde quiere y la infalibilidad del magisterio se debe a la infalibilidad de la Iglesia cuerpo místico de Cristo, pero a la vez, la fe del pueblo no es autónoma, sino que, para mantenerse en la verdad tiene que estar guiada por el magisterio. De ahí que se afirme que la fe del pueblo y el magisterio tienen que ser fieles a la Tradición en mutua comunión, porque los dos son componentes esenciales de la Iglesia querida por Jesucristo.
Saber que el Pueblo de Dios es infalible al igual que el magisterio nos hace pensar que la eclesiología es no una estratificación piramidal, sino una articulación conexa de comunión. Es a partir de la eclesiología de comunión desde la que podemos hablar de que el magisterio está al servicio de la palabra, de la unidad, y de la verdad, porque en su interior no alberga elites sino hombres y mujeres bautizadas con una experiencia de fe que tiene su razón de ser en el sacramento recibido y el ministerio ejercido al servicio del Reino y del cuerpo Místico de Cristo.
Los bautizados al ser sacerdotes, profetas y reyes reciben del Espíritu Santo la sabiduría para proteger, comprender, difundir y enseñar su fe. Eso quiere decir que en ningún momento los cristianos comunes del pueblo de Dios son agentes pasivos de la evangelización, conocimiento y misión, sino que son tan activos como los Obispos y el Papa que tienen la autoridad por la sucesión apostólica de legislar para que la fe sea custodiada, profundizada, enseñada y testimoniada de modo adecuado. Los fieles viven su fe, pero para su vivencia tienen en cuenta lo que dicta el magisterio, no interpretan las escrituras a su modo, sino que se fían de sus pastores para que estos les instruyan y les den luces para leer y escudriñar el misterio del dato revelado en la Sagrada Escritura y en la Tradición.
La fe del pueblo de Dios es infalible, al igual que el la función del magisterio, porque en su esencia esta fluyendo el torrente de sabiduría del Espíritu de Jesús que no se enclaustra en institucionalismos o paradigmas de pensamiento religioso, sino que se abre a todo lo habido y por haber, lo creado y lo existente en nuestro espacio y tiempo actual. La verdad que el pueblo de Dios transmite es apostólica, porque de generación en generación se ha transmitido la buena nueva de Jesucristo, sacerdote, profeta y rey culmen de la revelación. El pueblo no es testigo ocular de la verdad, pero es testigo de fe, de la verdad que han recibido y que ahora la transmiten. Hoy es imposible pensar que la fe del pueblo no valga, o esté relegada a segundo plano, no se puede, porque, como hemos ido viendo, Dios quiere que todos participemos del conocimiento de la verdad que Jesús nos ha venido a traer al mundo y a la humanidad cuando se hizo hombre entre nosotros los humanos. Negar que el pueblo de Dios es infalible en su fe, es negar que la Iglesia es infalible. La Iglesia es infalible. Y es en función de esa infalibilidad eclesial en la que se ejerce la infalibilidad del Papa y de los obispos reunidos en concilio y en cuanto se refiere a normatividad de moral y costumbres, más no en otros campos, porque su esencia también es humana y no sólo divina.